No vuelvo a callar

Formé parte de una comunidad religiosa durante trece años. Con veinte años viajé a España para ingresar a una reciente fundación de vida consagrada en España. Aún en la etapa de formación, la priora, a pesar de que vivíamos en la misma casa, me envío un email comunicándome que volvería a Perú para iniciar una comunidad junto a otras hermanas.

Instaladas ya en Lima, se hacía más fuerte en mí la preocupación respecto a la presencia-dinámica del sacerdote que me había acompañado en el discernimiento de mi vocación, quien era bastante cercano a las comunidades. En el 2020 dos hermanas se acercaron a mencionarme su incomodidad respecto a este sacerdote, esto y otros sucesos me motivaron a iniciar una conversación con la priora: le expresé que conforme pasaba el tiempo estaba más segura de la manipulación, seducción que dicho sacerdote había ejercido cuando yo era adolescente. Hice mucho hincapié en la seducción y manipulación, pérdida de límites siendo aún menor de edad, además de la convicción de que dicha dinámica no la había realizado solo conmigo sino también con otras hermanas que habían pertenecido al movimiento de jóvenes (estas dinámicas eran evidentes en los entornos pastorales). La priora fue cortante en la respuesta y me dejó claro que esa no era mi competencia, que no debía involucrarme en ningún aspecto que implicara a personas en formación y que ella estaba en ello.

No era la primera vez que me acercaba a una priora a comentarlo. En España lo comuniqué también a la fundadora, en mi primer año de votos temporales: “no me siento cómoda con este sacerdote, algo no está bien”. Su respuesta en ese momento fue: “muy bien, ya estás madurando”. Con veintidós años no tenía claro el comentario, pero sabía que a quién se miraba con desconfianza era a mí, no al cura. No pude hablar más.

Poco tiempo después de la acusación que hice en Lima, se me dijo que la comunidad deseaba estudiar sobre los abusos en la Iglesia, la priora misma me compartió un texto. Lo leí y no pasé ni la primera página para darme cuenta que lo que yo había vivido era eso, un abuso: grooming, seducción, manipulación, invasión de mi espacio personal, control de mis relaciones, uso de mi historia personal para implantarme nuevos criterios “morales”, un discurso hiper afectivo de Dios para justificar sus tocamientos, un lenguaje espiritual que más que acercarme a Dios era un lavado de cerebro para adorarle y depender de él.

Lo comuniqué inmediatamente, conté muchísimos ejemplos desde mis quince años.

Más adelante insistí en pedir un acompañamiento terapéutico pese a que las responsables no lo consideraban necesario. Cuando el terapeuta me preguntaba que había significado para mí alejarme de este “sacerdote”, siempre usaba la imagen del traje de spiderman, un traje que te han adherido a la piel casi perdiéndote en él y para sacarlo es como desprenderte de la piel, duele, pero cuando está fuera de ti, sin culpa, vuelve la claridad, la propia identidad, la libertad. Todo ese proceso lo viví también dentro del monasterio, sin ayuda explícita. Le prohibí a este sacerdote que se acercara a mí, aunque siempre estuve en lucha porque esta persona era bastante querida y muy bien tratada por la comunidad en España y en Perú. Para los que no conocen la vida religiosa femenina, cuando llega un sacerdote “a casa”, al convento, hay fiesta y su ubicación, por lo general, es al lado de la responsable de la comunidad.

Hablé en marzo del 2020, pedí que se revisara la situación y la libertad que tenía esa persona en entrar, salir o pasar tanto tiempo en el monasterio. Solo pedía que, si no me creían a mí, que alguien especializado analizara la situación. No fue hasta septiembre, del mismo año 2020, que me permitieron hacer una denuncia oficial. Otras cinco personas quisieron también denunciar en ese momento y más a día de hoy.

Una de las razones que me señaló la priora para expresar que quizá no era algo “tan grave” era que no se había dado una violación. Me sorprende lo justificados que pueden ser los argumentos cuando se trata de un sacerdote. Si un profesor le manda mensajes a una alumna a su celular personal diciéndole lo bella que es, cuánto la quiere, cuánto la quiere Dios, ese profesor ¿no sería ya expulsado de la institución? ¿Qué diferencia hay en que lo haga un cura? ¿No bastaría con que sea un solo mensaje? ¿Y si es todos los días? ¿No es un abuso sexual porque no hay penetración? ¿Sobarse y acariciar pasionalmente a una adolescente no implica un comportamiento sexual? ¿Acaso no es invadir el propio cuerpo aprovechándose de su autoridad espiritual?

Dicha denuncia sigue en trámite, sí se encontraron razones para llevar a cabo un juicio.

El proceso dentro de la comunidad desde que hablé fue bastante extraño. Nos pidieron no hablar entre nosotras, comportarnos como si no pasara nada (no se comunicaba aún a la comunidad, incluso cuando ya había hecho la denuncia escrita), se debía dar buen ejemplo a las “pequeñas”, así se llamaba a aquellas que estaban en formación —apunto que todas eran mayores de edad y algunas de ellas mayores que yo por varios años―, se debían mantener los quehaceres, el horario, la sonrisa, nada de malas caras y si se da, que no pase mucho tiempo. Como si no fuéramos humanas. Y quien no lo hiciera era una molestia porque no mantenía “el ritmo comunitario”.

Supe por la misma priora que había otra denuncia en proceso desde hacía poco tiempo. Dicha hermana había hablado pasados cinco años. Recién se procedía a realizar una denuncia y de una forma lenta. ¿Por qué no se le creyó? ¿Por qué no se hizo nada pasados tantos años? ¿Por qué ese sacerdote entraba y salía del monasterio como si nada, sabiéndolo las autoridades de la comunidad? Sentí mucho dolor por ello y bastante incomprensión.

Pedí a la priora que pudiéramos hacer un retiro, que aquellas que habíamos vivido —sin saberlo— cosas similares pudiéramos tener la oportunidad de conversar, pedí que nos diéramos unos días donde la preocupación no fueran los horarios o las actividades, un espacio de descanso y reflexión sostenido por la comunidad. Se me dijo que no.

Tenía la sensación de que no importaba la gravedad de la situación, ni las historias personales sino “mantener el ritmo comunitario”. Como si hubiera que dar la talla en una especie de sufrimiento religioso. Evidentemente no estaba de acuerdo con ello, aunque en ese momento pensaba que a veces uno no puede ver la otra perspectiva y se necesita tiempo para comprenderlo (ingenuamente). Y sin querer repetía el mismo patrón, siempre pensar en otros más que en mí misma y en mi cuidado. Reforzado con “antes lo común que lo propio”. Como si cuidar de una misma estuviera en contra de la vida religiosa.

A pocas semanas de realizar la denuncia escrita me buscó una hermana que también había denunciado, diciéndome que la priora la convocó para preguntarle si quería estar en la comunidad o salir del monasterio a descansar. La priora estaba reuniendo una a una, a cada hermana que había hecho una denuncia diciéndoles que podían ir un tiempo indeterminado a casa de sus familiares. En los trece años de vida religiosa vividos nunca me habían dado vacaciones personales o posibilidad de quedarme en casa de mis padres, ni siquiera se tenían visitas fuera del convento.

Cuando la priora habló conmigo me propuso que viajara, que fuera a estudiar a España o a Italia. Me sorprendió bastante porque no mucho tiempo antes de la denuncia me había recalcado que debía ayudar a la comunidad a salir adelante y que por eso no “me mandaba” a ningún programa de formación externo al país. Nadie me preguntó qué necesitaba o en qué se me podía ayudar, no hubo un movimiento activo para eso, pero sí para proponerme salir, era como si no hubiera espacio para nosotras en nuestra propia casa conventual y como si fuéramos un problema que era mejor que estuviera fuera.

Me negué a viajar. Yo sabía que los contextos no determinan los abusos, pero sí los condicionan. Habían pasado siete meses desde que iniciaron las investigaciones dentro de la comunidad, los interrogatorios, mi vida y la de otras se habían expuesto a varias personas, incluso sin mi conocimiento, para que la comunidad aprobara que cada una hiciera una denuncia. Yo también tenía preguntas y aproveché esa conversación para tratar de exponerlas. Le comenté a la hermana superiora que habían sucedido diferentes cosas que me hacían preguntarme qué tanto la comunidad había sido un entorno seguro, por qué el sacerdote tenía tanta libertad en el monasterio. ¿Por qué no se había creído a las hermanas que hablaron antes? ¿Por qué se le dijo a alguna que estaba enamorada del cura? ¿Por qué se la forzó a mantener conversación con alguien sin querer? ¿Por qué el cura a quien se inculpaba celebraba la toma de hábito de la misma hermana que le acusaba? ¿Por qué se había hablado con el cura sobre sus “relaciones especiales”? Y si veían que había algo mal ¿por qué no intervinieron?  Se me dijo que ese era un problema que teníamos cada una de las hermanas que habíamos hecho una denuncia y por eso debíamos salir a resolverlo. Le pregunté a la priora, si de verdad no veía que había una estructura piramidal que dificultaba que nos comunicáramos como iguales, si ella no veía que decíamos de palabra que éramos todas iguales, pero que en el trato no se escuchaba a las que no eran del grupo de fundación, ni a las peruanas igual que a las españolas, ni a las que pensaban diferente a la priora o fundadora, si no veía de los tratos super cariñosos y de confianza hacía las hermanas que pensaban igual que la autoridad y de la exclusión velada a las que no. Le pregunté si no era consciente de la mala administración de poderes centrados en ella, habiendo otras hermanas peruanas con formación y competencia. Y que este poder centrado en ella impedía que se contrastaran las decisiones y bajara la posibilidad de protección. Yo no tenía otra persona- autoridad con quien contrastar o acudir más que a ella para exponer las irregularidades de este sacerdote. ¿Se hubieran detenido los abusos sexuales dentro de la comunidad si yo no hubiera insistido a pesar de su negativa?

Fue una conversación muy tensa, me insistió en que por lo menos fuera a casa de mi hermana en otro país, un tiempo de descanso. Accedí, le dije que quizá necesitábamos un tiempo de distancia para intercambiar pareceres.

El final de la conversación fue la más dolorosa para mí, me dijo: “Quizá no tienes vocación, quizá este no es tu lugar…” Yo no podía creer lo que escuchaba. Dicha priora fue mi formadora desde el inicio de la vida religiosa, sabía toda mi historia. No sabía si hablaba con mi formadora, priora, o hermana de comunidad. Los límites se pasaron, yo ya no estaba en formación. Después de trece años de vida comunitaria, de haber celebrado mis votos solemnes, de haber votado a favor de las profesiones que hice, de elegirme consejera de la comunidad ¿no tenía vocación? ¿Por haber denunciado a un sacerdote y desvelado los abusos sexuales que cometía dentro de la comunidad? ¿No era esa la comunidad donde yo debía estar?

No podía creerlo, me sentía invadida, como si lo más personal y sagrado de mí fuera opinable por otra persona, como si estuviera al arbitrio de su autoridad. ¿Con qué derecho se atrevía a decirme eso como si fuera una iluminada de Dios que indica quién tiene o no vocación? Yo era una hermana de comunidad con un compromiso definitivo, con obligaciones y derechos, no una persona en discernimiento.

He pasado por diferentes etapas, nada agradables en mi vida, pero estoy convencida que uno de los dolores más agudos que he experimentado es cuando alguien se ha atrevido a tocar o manipular mi relación con Jesús o mi consagración desde el poder que se le dio para servir. Algo se partió dentro.

Salí de la comunidad sin un documento que me protegiera, que detallara el tiempo que debía estar fuera, sin explicar cómo sería, cómo se mantendría el vínculo con la comunidad, ni cómo me sostendría. Se me aconsejó quitarme el hábito y se me dio 300 soles (70 euros) cuando salí. Mi familia asumió todo: el viaje, mi alimentación, la ropa, mi salud, etc.

Viajé y por la pandemia me quedé encerrada en otro país ocho meses, y en ese tiempo nadie me preguntó si necesitaba algo. Solo silencio. Según la normativa la salida de una hermana de votos solemnes debe tener algún motivo, debe quedar escrito, un diálogo con fechas establecidas, acordada una manutención para que la hermana tenga con qué vivir. Nada.

Recibí un correo de la fundadora, desde Italia, bastante hiriente, entre otras cosas, aconsejándome no comunicarme con las hermanas de ningún país, repitiendo que era una cuestión de cada una, no un problema de la comunidad sino de la falta de transparencia de las hermanas que habíamos denunciado.

Me cansé de mandar correos que visibilicen la situación y entiendan mi posición, siempre al arbitrio de lo que la priora dictara incluso contra mi derecho… después de ocho meses se hizo un documento que “explicaba” mi ausencia y se me dio menos de 1000 euros. Nadie me preguntó cómo vivía, al parecer se suponía que todo lo debía dar mi familia. Yo viví ocho años fuera de mi país y el tiempo en Perú veía a mis padres los domingos una hora después de misa y cuando tenía que hacer las compras alguna vez podían acompañarme. Yo dejé a mi familia, y ahora mis padres con su jubilación debían mantenerme.

Cuando volví a Lima y fui al monasterio a conversar con la priora, volví a expresar que las cosas no estaban bien, que el trato que yo recibía no era justo, que no estaban obrando correctamente, ni fraternalmente, ¿cómo podía volver con un trato así? La priora me dijo que todas estaban bien dentro del monasterio, en Lima y España.

Al salir del monasterio recibí una llamada informal de una persona que conocía, me habló de un proceso de denuncia que llevaba meses contra una formadora de la comunidad de España hecha por las hermanas en formación. Yo acababa de escuchar: “Aquí no hay ningún problema, todas estamos bien”. ¡Cuánta mentira! Yo ya no sabía con quién había vivido todos esos años. Pedí la salida definitiva de esa comunidad. Aunque se expulse a la persona denunciada, si la estructura no se corrige habrá espacio para un nuevo abuso, porque hay un sistema que lo permite.

Al poco tiempo la priora me escribió para preguntarme, que como ya no formaría parte de la comunidad quién iba asumir el pago por las terapias que recibía. Llevaban meses sin pagar al terapeuta, siendo yo aún miembro de la comunidad, y sin haberme informado. En realidad, la pregunta era quién asumiría esa deuda. La ecónoma me dijo que la comunidad me podía ayudar si yo escribía un correo haciendo esa petición. Es importante decir, primero, cuando uno es miembro los gastos se asumen comunitariamente, esa deuda la acumuló la comunidad. Segundo, el terapeuta cobraba 10 soles (menos de 5 euros por sesión) porque quería ayudar. Tercero, el terapeuta me dijo que no recibiría dinero mío porque sería ir contra su conciencia. Escribí el correo, me enviaron el dinero diciéndome que esa sería su forma de colaborar conmigo en la salida comunitaria. Así como llegó el dinero a mi cuenta, a los minutos pasó al terapeuta. Volví a sentir que las religiosas manipulaban según su conveniencia. Quizás se quedaban tranquilas diciendo hemos ayudado a la hermana económicamente, mentira.

Salí sin nada. Un abandono total y empieza la vida, “como si nada”. Las constituciones de la Orden que nos hacían estudiar dicen: “La Orden ayude con bondad, de acuerdo con los estatutos, a todos los que dejan, sea espontánea o forzadamente, para que puedan llevar en el nuevo estado una digna vida cristiana y social, y encontrar medios adecuados para su sustento”. Me río al leer este párrafo. Ojalá alguien a mis veinte años me hubiera avisado que estas instituciones tienen grandes vacíos en sus estructuras, en donde no se vela por los derechos humanos.

Entendí los libros que hablaban de las comunidades de reciente fundación: la adoración al fundador, el traslado del carisma a la persona responsable, solo algunas saben cuál es el carisma (como si fueran personas iluminadas), las normativas no escritas, pero bien conocidas en la dinámica grupal, leyes no escritas con obligación de cumplir (evidentemente pasaban a ser arbitrarias por la autoridad). “Ese no es nuestro carisma”, “eso siempre se ha hecho así”, “lo dice la madre”. ¡Qué peligro! Había que caerle bien a “la madre”, porque de lo arbitrario a lo abusivo, existe o hay una línea muy delgada.

Indudablemente si una quiere encajar sin sufrir, no hay otro camino que el infantilismo: casi un volver a nacer, sin criterio propio, sin poder cuestionar. He visto a personas de cuarenta años preguntar qué envase usar para guardar la comida. ¿Cómo se perpetúan los abusos? Cuando los sistemas infantilizan a las personas, cuando no se les permite tener voz u opinar, cuando se crea el personaje del carisma, cuando se violenta al que piensa distinto a la autoridad, cuando se expulsa al que se da cuenta de la arbitrariedad, mi vida es testimonio de ello.

Yo sé lo que es que las personas con las que convives te vean menos por intentar hablar, sé lo que es que te excluyan porque no piensas igual que la priora, sé lo que es que hablen mal de ti y te miren mal día a día en tu comunidad porque no haces lo que dice la madre, sé lo que es callar porque no te creen, sé lo que es silenciarte porque te hacen sentir que no eres nadie-sin opinión porque dices algo distinto al carisma, sé lo que es perderme a mí misma por querer pertenecer, sé lo que es vivir sin identidad por no creer en mi propia voz. Ya no, no vuelvo a callar.

Podría contar diferentes situaciones en la misma línea y la situación de otras hermanas igual o más injustas. Me costó mucho desvelar el doble lenguaje que se replica en quien es priora o responsable: una voz muy dulce y amable, aunque realmente falsa porque en las acciones solo mostraba agresividad para defender su fundación, expulsando al que considere un peligro para su estabilidad de poder y temor a que se “pierda el carisma”. Efectivamente, como decían sus palabras: “la comunidad debe seguir su ritmo”, sin importar el daño que se causa a las hermanas que forman la comunidad.  Muchos han dicho que la comunidad es una víctima, permítanme discrepar, quizá no saben la otra parte de la historia, de las que no estamos en la comunidad.

Definitivamente lo de “una sola alma y un solo corazón en Dios” o lo de “Paz y Unidad”, quedaron lejos.

Susana Díaz Escudero

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