LO DI TODO, TODO, TODO

Ingresé a la vida monástica en 1997 después de un año completo de visitas al monasterio, de tres meses de experiencia en la comunidad y de un largo proceso que me ayudó para discernir mi vocación.

Siempre tuve dificultades con la priora porque no le gustaban las chicas con estudios universitarios. Además, siendo postulante me acosaba y me decía cosas como: “¿Por qué usted no me quiere a mí?”, “Me parece que usted no me ama”. Y yo asustada le respondía: “Sí, claro que sí”.

Luego de diecisiete años tuve un problema afectivo y se hizo un gran escándalo. Por entonces tuvimos los ejercicios espirituales y el fraile que los impartió me explicó que el problema fue muy mal manejado por parte de la priora, tratando de inculparme en todo. Me sugirió que pensara en un cambio de monasterio y que le diera una respuesta al final de los ejercicios. Habló con cada monja y me dijo que la priora se estaba ensañando contra mí. Al final acepté, y así llegué a un monasterio de España cargando un expediente negativo. Yo deseaba ir a otro en Castilla, pero la priora de mi primer monasterio lo decidió de esa manera.

En 2014 viajé para España y estuve en aquel monasterio cerca de dos años y medio. Pasado este tiempo, la priora me pidió que cuidara a una hermana muy mayor enferma de Alzheimer. En ese momento yo estaba sobrecargada de trabajo en distintos oficios y le dije que no podía ayudarle. Entonces llamó a la priora de mi monasterio anterior para quejarse de mí, diciéndole que yo no quería trabajar. Esta le comunicó mi informe negativo y un montón de cosas más. Así que la priora de España decidió mandarme a casa de mi madre tres meses y que decidiera qué hacer, pues yo no quería volver al monasterio de origen porque allí había sufrido muchos abusos de autoridad.

Con dos informes negativos fui aceptada en un monasterio de Portugal. Allí me ofrecieron un año de prueba pudiéndose prolongar por un segundo año. Encontrando allí una oportunidad me entregué con todo corazón a realizar todos los trabajos que ponían en mí.

Los primeros nueve meses fueron de cielo, las hermanas me respetaban, me trataban con cariño, la priora era muy condescendiente conmigo. Pasados estos nueve meses, la priora me dijo que la comunidad estaba muy contenta conmigo y fui aprobada. Cuál fue mi sorpresa cuando a los dos meses me vi elegida como cuarta consejera. La priora comenzó a lisonjearme diciéndome que yo llegaría a ser su mano derecha, que esperaba mucho de mí. Todo iba muy rápido. Al comenzar a llevar las cuentas me enteré de los desmanes de la priora.

 Viajaba entre cinco y ocho veces al año, acompañada siempre de la misma hermana.

La comunidad manejaba dos cuentas. Una era secreta y la otra era la que se presentaba al obispo o a la Federación. Cuando llegaba una donación en efectivo, la priora lo destinaba para sus gastos personales. Para ir a su semana de descanso a las aguas termales, o para ir a sus clases de Iconografía a Francia cada año.  A sus encuentros en movimientos interreligiosos, llegó a ir a Irlanda y a Marruecos. En muchos de sus viajes vestía de seglar.

Un caso que me hizo sufrir mucho fue el de una hermana de cuarenta años que padecía cáncer y estaba en su etapa final. No tenía los cuidados necesarios y la priora le gritaba, la obligaba a trabajar y a comer; ella ya no podía. Un buen día, ayudada por la médica que la atendía y su familia, decidió en secreto huir del monasterio. Estando en una consulta le dijo a la hermana que le acompañaba que no iba a regresar y que se iba con la familia.  Esta hermana llamó a la priora inmediatamente, que se encontraba en Francia en uno de sus múltiples viajes. No tuvo misericordia, y a la hermana enferma le dijo: “Te vas de mi monasterio, pero también te vas de la Orden, te quito el hábito”. Y a la doctora que le atendía le pidió que le diera hoja y bolígrafo y, siempre por teléfono, le dictó una carta pidiendo la exclaustración para irse a morir a su casa. Veintidós días después murió en el hospital junto a su familia y como un mes después llegó la exclaustración. Nadie en la Orden supo de este acontecimiento, todas las hermanas de la Federación pensaron que había muerto en nuestro monasterio.

Desde el momento en que me hicieron cuarta consejera sufrí toda clase de desprecios por parte de algunas hermanas que siempre habían deseado serlo. A manera de ejemplo, cuando alguna de ellas era servidora me dejaba sin servirme la comida o el vino, sin recogerme los platos.

Había mucha violencia entre las hermanas: se gritaban, algunas se llegaron a golpear de manotazos, en una ocasión una le rompió la frente a otra con la puerta del baño.

Una vez que vino la presidenta de la Federación a nuestro monasterio, hicimos un trabajo con ella y versó sobre la obediencia. Una hermana dijo que había que hacer una nueva conceptualización del voto de obediencia, que pudiéramos hablar en los capítulos comunitarios, que en la recreación no sólo fuera la priora la que hablara y contara las historias de su infancia, de sus estudios, de todo lo que ella ha hecho a lo largo de su vida, sino que fuera más participativa. La priora pegó el grito en el cielo, hizo toda una escena y se fue quince días a descansar a las aguas termales. Nosotras estábamos asustadas, no sabíamos qué iba a pasar con la comunidad. Volvió como si nada. La hermana que había hecho la propuesta corrió hacia ella, se arrodilló pidiéndole perdón, y no consiguió más que su indiferencia.

Por otro lado, había mucho trabajo esclavo en esa comunidad. Estando sobrecargadas de trabajo, la priora nos obligaba a ir por la noche a recoger las nueces y las avellanas para que no se perdieran.

Fue entonces cuando decidí irme de la comunidad, me vi engañada, me sentía secuestrada, no podía hablar con libertad con mi mamá. Estaba psíquicamente mal, lloraba mucho, estábamos todas muy, muy llenas de trabajo. Y yo sobrecargada con toda esa violencia que se estaba dando en la comunidad. Estuve allí casi cinco años. Estaba desesperada,escribí una carta y en ella decía que ya no podía más, que lo había dado todo, que me había sacrificado por la comunidad, que ya no me quedaban fuerzas. Lo di todo, todo, todo, como se le puede dar a un proyecto de vida y que ya no tenía nada que dar; que quería irme a la comunidad a la que quise irme al inicio. Aquellas monjas me dijeron que esperara un año porque estaban en transición, habían recibido varias monjas de otras comunidades. Como no quise esperar un año fuera del monasterio, fue que vine a este. Pero ya no quería estar ahí. Y que merecía una buena carta de recomendación porque me había portado extraordinariamente bien. No quería que me siguieran manchando.

Lo primero que hizo la priora fue quitarme la alianza y me dijo que ya no pertenecía a esa comunidad. Me encerró en la celda y solo me permitió salir para ir a misa y para comer. Allí continúo la guerra psicológica para quitarme el hábito.  Entraba en cualquier momento en la celda y me gritaba que era una traidora, que era una cobarde. Le suplicaba que me dejara hablar con un sacerdote y no me daba permiso, le pedía que necesitaba hablar con un psiquiatra y tampoco me lo permitía. Otras veces entraba llorando: “Hija,¿por qué me hiciste esto?”.

Cuando bajaba al refectorio para comer se reían de mí, porque estaba tan mal que temblaba, la comida se me caía de la boca, la mano me temblaba tanto que no podía coger el vaso para tomar agua. Tenía que levantarme e ir donde la priora a suplicarle que me diera la pastilla que me recetaron para dormir. Me puse peor.

Pasé veintidós días en esa celda sin poder salir, sin poder hablar con la familia, sin poder decir nada. Me levantaba de la cama y me paraba frente a la ventana que estaba en un tercer piso y yo decía: “Dios mío, sostenme porque yo quiero tirarme por la ventana, diez segundos y se acaba este sufrimiento”. Mientras pasaba todo esto, la priora hablaba con mi mamá y le decía que yo no quería trabajar, que me había encerrado en la celda y que no quería salir, que no quería hablar con nadie, que estaba rebelde, con un comportamiento inadecuado y que ella me iba a mandar a casa, que yo estaba pidiendo la exclaustración. Era lo que yo menos quería, yo le decía que me dejara irme con el hábito y ella me decía que no, que yo no era digna de ese hábito, que yo tenía que dejar el hábito. Alistó mi maleta con ropa vieja. Solo me dio 700 euros diciéndome: “Tienes suficiente dinero para alquilar una habitación en un hotel para después ver qué vas a hacer”.

Gracias a Dios una sobrina me recibió en su casa 15 días. Comencé a buscar cómo ganarme la vida, pero estaba tan mal psicológicamente que no podía.

A la gente le digo que estuve en un instituto religioso, sin decir que fui monja, porque odio y detesto que me digan: “Hey, ¿por qué se salió?” Me duele tanto, me duele mucho que me vayan a decir:¿Por qué se salió? ¿Por qué no pudo luchar?

Me gustaría volver al monasterio, pero es algo que no se puede. Esa era mi vida y yo no la dejé, a mí me la arrancaron.

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