Conocí a la Asociación Extramuros a través de Instagram. Leyendo los testimonios que publicáis en la web, vi que en todos se cumple el mismo patrón: los abusos cometidos en congregaciones religiosas, seminarios, etc., por parte de superiores y superioras de esas comunidades, lo que me animó a dar mi testimonio sobre los trece años que pasé en la vida religiosa.
Mi nombre es Manuel, a los 17 años sentí la llamada a la vocación religiosa, a ello me ayudó un seminarista de mi parroquia que conocí durante la preparación para recibir el sacramento de la confirmación. Con un padre ateo, que había tenido muy mala experiencia en colegios religiosos como interno y una madre que, aunque católica, no practicaba. Mi padre desde el primer momento se opuso, así que tuve que esperar a cumplir los 18 años. En aquel momento yo estudiaba auxiliar administrativo con un expediente académico bastante bueno, aun así, mi decisión estaba tomada. Se lo comuniqué al seminarista y él me habló de una congregación religiosa que él conocía. Fui a hablar con el provincial y estuve acudiendo todo el verano a la comunidad que tenían en Madrid. Después de dos meses, el provincial me comunicó que podía empezar el postulantado en septiembre.
Mi alegría fue inmensa a pesar de la oposición de mi padre, el destino era en Santander. Con 18 años fui a una comunidad en la que la media de edad era de 70 años: el superior tenía 70, otro fraile enfermo 80, dos frailes más de 65, un postulante de 40 años y otro de 37. Durante ese año compaginaba el segundo año de auxiliar administrativo con las tareas que había que hacer en el convento. Fue un año muy duro por la separación de mis padres y por verme en una comunidad de gente muy mayor. El trabajo era esclavizante pues nos pasábamos horas limpiando baños, habitaciones y un convento enorme. El superior era una persona que tenía un problema con el alcohol. En los recreos, después de comer y cenar, los religiosos tomaban algunas bebidas alcohólicas y este superior siempre acababa en estado ebrio. Fue bastante decepcionante, la idea de la vida religiosa que yo tenía y el encontrarme una realidad distinta, comprendí que la comunidad también estaba formada por hombres que no eran perfectos y que las debilidades humanas que había en el mundo también las había en el convento. A pesar de todo aguanté ese año y pasé al noviciado que lo teníamos en un pueblo de Navarra.
Allí me encontré también con una comunidad de frailes muy mayores y yo seguía siendo el más joven. Entraron dos novicios de mi edad. El noviciado fue un tiempo de mucho fervor, pero también encontré otra realidad, aquellos dos novicios tenían una relación de amistad particular que a veces iba más allá de eso. Yo no le di importancia, pero más tarde me di cuenta de que su relación era algo más que una amistad, pero ni los superiores ni el maestro de novicios dijeron nada nunca. Pasó el año, hice los votos temporales, me dieron veinte días de vacaciones y me destinaron a otra comunidad.
Esa era una comunidad donde había un colegio. Allí me encontré con unos religiosos que prácticamente todos eran profesores, la vida espiritual era escasa, los actos comunes de oración apenas existían, yo recién salido del noviciado con todo mi fervor sufrí una tremenda decepción al ver la realidad de otras comunidades en las que no se vivía el fervor del noviciado. También era una comunidad con una media de edad de cincuenta a ochenta años. Ahí tuve mi primera crisis pensando en el futuro que me esperaba, yo solo tenía 20 años y veía que todas las comunidades eran gente mayor que iban muriendo y que no entraban vocaciones, pero tenía que salvar a toda costa mi vocación, yo era una persona muy fervorosa, pero veía ejemplos muy malos y escandalosos por parte de algunos religiosos.
Solicité el cambio a otra comunidad en Madrid de la que me habían dicho que ahí podría encajar mejor, ya que se vivía con más fervor. La verdad es que me sentí muy cómodo, pero la realidad era la misma: yo cumplía 21 años y la media de edad de este convento era de 60, 70 y 80. En ese convento mi labor seguía siendo la misma que en todas las comunidades por donde pasé: la limpieza y el mantenimiento del convento, al ser el más joven me encargaba prácticamente de todo, ya que el resto de frailes, al ser tan mayores, no podían. Iban pasando los días y me daba cuenta de mi situación y del futuro que me esperaba en una congregación con gente muy mayor y sin vocaciones. Yo apenas tenía tiempo, me pasaba todo el día limpiando baños, limpiando el convento, poniendo la mesa, sirviendo a los frailes y haciendo todo tipo de tareas, prácticamente estaba ahí para servirles a ellos.
Creo que por parte de esta congregación hubiera sido más decente que no me hubieran admitido y que me hubieran contado la realidad de una congregación que cada vez moría más gente y no entraban vocaciones, me pareció por parte de ellos una postura muy egoísta.
Por aquel entonces había un nuevo instituto religioso llamado Lumen Dei: tenía muchas vocaciones jóvenes, estaba empezando a resurgir con mucho fervor, la había fundado un jesuita y tenían el seminario en Tarancón, Cuenca. Aprovechando mis vacaciones de verano hice unos ejercicios espirituales con ellos y la verdad es que me atrajeron mucho, me comentaron que podría estudiar teología con ellos y que, si me decidía, podría solicitar una excedencia por un año y luego ya decidir qué hacer. Así que pasado el verano hablé con mi provincial y le comuniqué mi decisión, los motivos, él lo entendió perfectamente y me dijo que tomase la decisión que más bien me hiciera.
Por tanto, en septiembre me fui al seminario de Lumen Dei. En aquel seminario éramos cuarenta seminaristas, la mayoría venían de países como Perú, Bolivia, Argentina, Chile y algunos españoles como yo. Era una asociación que todavía no había sido aprobada por la Iglesia, solo tenía el carácter de asociación privada. Era una asociación ultracatólica, todos íbamos con sotana y fajín. La vida que llevábamos era muy austera, levantándonos a las cinco de la mañana, duchándonos con agua fría, dormíamos en el suelo sin ningún tipo de colchón, tan solo con una manta. No había calefacción en invierno ni aire acondicionado en verano. Para el fundador, P. Molina, un jesuita ultra católico, lo principal era la obediencia ciega, prácticamente vivían como las comunidades anteriores al Concilio Vaticano II.
Hacíamos solo dos comidas, el desayuno y la comida era muy pobre. No comíamos carne. No se cenaba, la mayoría estábamos bastante delgados. También usábamos cilicio durante unas horas al día y por la noche la disciplina. Las horas de cilicio y de disciplina te las marcaba el director espiritual y cuantas más horas y más disciplina, más santidad. Existía también la cuenta de conciencia, actualmente prohibida por el Derecho Canónico, que consistía en decirle todo lo que pasaba por tu cabeza a los superiores y al director espiritual, prácticamente tu voluntad quedaba anulada ante tantos abusos por parte de los superiores.
Algunos sacerdotes que salieron lo pusieron en conocimiento de las autoridades eclesiásticas competentes, así que pusieron a un visitador para poder investigar todo lo que estaba ocurriendo. Surgieron entonces dos grupos: los fieles al fundador y los que estaban dispuestos a aceptar las normas del Vaticano. Hubo un ochenta por ciento de religiosos que prefirió seguir la regla del fundador una vez este falleció. Al no aceptar las directrices del Vaticano, Lumen Dei, como asociación fue disuelta y se envió una carta a los religiosos que quisieran seguir las directrices del Vaticano.
Yo estuve cuatro años estudiando teología. Fueron cuatro años muy intensos, con todo tipo de abusos por parte de los superiores al ser una vida tan austera, comiendo mal. Caí enfermo con una anemia muy fuerte. Muchos de los seminaristas también cayeron enfermos, la obediencia ciega llegaba a unos extremos muy radicales, el superior era prácticamente Dios y había que obedecer en todo.
Por aquel entonces abrieron un nuevo seminario en Alcalá de Henares, cuyo obispo era monseñor Ureña, quien a algunos seminaristas de Lumen Dei nos propuso la idea de entrar en el nuevo seminario. Tuve una entrevista con él, como me quedaba un año para terminar mis estudios y dada mi trayectoria en la vida religiosa, me dijo que en un año podría ordenarme como sacerdote. Vi una buena oportunidad. Fueron muchos los seminaristas que abandonaron Lumen Dei y el resto de sacerdotes y seminaristas continuaron prácticamente como una secta no aprobada por la Iglesia. Todo iba viento en popa y por fin veía una salida y una esperanza a mi vocación, con seminaristas todos jóvenes y con la esperanza de ser sacerdote. El año de teología fue extraordinario, teniendo un expediente académico muy bueno, y recibí las órdenes menores. Hasta ahí todo perfecto, hasta que entraron algunos seminaristas del Opus Dei y otros de otros seminarios en los que habían tenido malas experiencias.
A mediados de año se produjeron en el seminario algunos escándalos de seminaristas homosexuales, entre ellos había un seminarista de vocación tardía, de unos 55 años, que había entrado en la habitación de algunos seminaristas, entre ellas la mía, con proposiciones deshonestas. Todos lo sabían, pero todos callaban. A poco menos de medio año para recibir el diaconado, nadie se iba a arriesgar a decir nada, pero yo, que había luchado siempre por la verdad, decidí hablar con el párroco donde hacía la pastoral, sin saber que este párroco era íntimo amigo del rector. Este le contó al rector mi conversación con él. Hasta ahí todo bien, hasta que ya quedaba poco para recibir el diaconado.
Al terminar el curso académico teníamos un mes de vacaciones y en ese momento el rector quiso hablar conmigo. Me comunicó que después de las vacaciones no iba a continuar y por lo tanto no me iba a ordenar de diácono, lo había hablado con el obispo y, por motivos que no me iba a explicar, yo no iba a continuar. Imaginé que el párroco al que yo le había contado lo que estaba pasando en el seminario habló con el rector y el rector habló con el obispo. Como suponía un gran escándalo para un seminario que acababa de empezar, mi testimonio podía producir un gran escándalo. Yo recibí un fuerte impacto, así que fui a hablar con el obispo, quien me dijo que él no podía hacer nada, ya que él delegaba en el rector. Le conté lo que pasaba en el seminario, me dijo que eran unas acusaciones muy graves y que si no tenía pruebas suficientes no se podía demostrar nada. Había seminaristas que lo sabían, pero nadie se atrevió a dar el paso. Yo pagué el precio de la coherencia y por eso fui expulsado.
Me destrozaron la vida con 29 años, me echaron como a un perro sin preguntarme qué iba a ser de mi vida, dónde iba a trabajar, sin dejarme terminar la licenciatura, ni poder convalidar mis estudios. Además, no podía entrar en ningún otro seminario, ya que los informes que pedían al rector eran negativos. Así que tuve que estar en mi casa con una situación lamentable: mis padres se acababan de separar, mi madre no trabajaba, solo vivía de una ayuda y estaba enferma. Yo, a esa edad, no tenía experiencia de nada. Añadiendo que fue muy duro, no entendía cómo personas religiosas podían hacer eso y permitir lo que estaba pasando. Más tarde me enteré que este obispo, monseñor Ureña, fue destituido de Zaragoza. Que pagó 100.000 euros a un diácono que sufrió abusos sexuales por parte de un párroco, y también por los escándalos de seminaristas homosexuales de Zaragoza. Otra vez se repetía la misma historia que yo denuncie en Alcalá de Henares, y que este obispo corrupto con ansias de ser cardenal, había ocultado. Fue una decepción muy grande, me alejé bastante de la Iglesia, aunque nunca perdí la fe, pero no fui a misa en mucho tiempo, ni me confesaba. Por suerte encontré un trabajo, aunque no era mi vocación ―yo sabía que todavía tenía vocación―, pero tuve que abandonar la idea, porque sabía que a cualquier seminario que fuese iban a pedir informes y estos iban a ser negativos. No supe defenderme, lo acepté como si fuera voluntad de Dios. Después de algunos años, durante mi vida, me he encontrado con algunos de estos sacerdotes del seminario que frecuentaban lugares impropios de unos sacerdotes, llevando una doble vida. No hubiera podido seguir allí, decidí vivir en coherencia denunciando los abusos y defendiendo la verdad, entendí que ese no era mi lugar y no quería acabar llevando una doble vida como muchos de esos sacerdotes. Ahora que veo por las noticias la cantidad de abusos sexuales por parte de sacerdotes a niños, veo otra realidad que está dentro de la Iglesia y que es una auténtica lacra que está haciendo mucho daño y haciendo que mucha gente se separe de la Iglesia. Así que prefiero ser un buen cristiano a ser un mal religioso. Recuerdo esta frase de un fraile: «A veces nos hacen religiosos para dejar de ser cristianos». No creo que estas personas sean felices llevando una doble vida. Actualmente tengo mi trabajo, mi casa e intento llevar una vida coherente, aunque la herida sigue abierta…