Testimonio de una novicia

Elena Velázquez dejó la vida religiosa hace poco más de treinta años. Relata hechos que vivió en un convento de clausura durante su noviciado, cuando contaba entre 22 y 25 años. 

 

De joven fui catequista de primera comunión y confirmación durante varios años en mi parroquia. Estando en el convento vinieron a visitarme dos chicos de aquel grupo de niños, ambos hermanos, ya convertidos en jóvenes. Cuando se presentaron, preguntando por mí con el deseo de verme, la hermana tornera le dio el recado a la madre priora, y esta les dijo que yo no podía salir (no recuerdo qué motivo alegó), pero no permitió que esos chicos pudieran verme, después de haber hecho un viaje de 50 km. Por supuesto, yo nada supe de esta visita.

 

Días después me llamó mi madre por teléfono increpándome por qué no había querido recibir a los dos hermanos que habían hecho un viaje sólo para verme, dado el cariño que me tenían. Le dije que yo no tenía conocimiento de esa visita. Mi madre se quedó bastante extrañada y ofendida por la actitud de la priora al haberme ocultado ese hecho y, lo peor, de engañar a los chicos. Cuando fui a la priora para pedirle explicaciones, me respondió “que los vio muy guapos a los dos hermanos, y quiso evitar el peligro de que me enamorase de alguno de ellos”. Mi asombro no pudo ser mayor. 

 

Llegaron las elecciones generales. Todas las monjas tenían que ir a votar obligatoriamente, y además con el voto asignado por la propia priora. Ella ya se encargaba de colocar el voto en el sobre para cada monja, con lo cual no podías elegir libremente tu voto. Sucedió que, como yo aún no estaba empadronada en la ciudad, me correspondía ir a votar a mi pueblo. La misma maestra de novicias me animaba a ir y así aprovechar para que me viesen mis padres. Pero el pensamiento de la priora no coincidió con el de la maestra, sino que para evitar ver a mis padres, decidió que fuese a votar por correos…“no sea que viendo a mis padres, se me ablandara el corazón y perdiese la vocación”.  Sin embargo, debo decir que ella sí visitaba a sus familiares siempre que podía cuando salía del convento, como así ocurrió en una ocasión que salí con ella para una gestión. Fuimos a la casa de su hermano (que no quedaba nada cerca, ni siquiera al paso), avisándome antes de que “nada dijera a las monjas”. 

 

Se acercaba la beatificación de los 9 Mártires de Turón. La madre priora me llamó a su despacho para pedirme que dibujase un cartel con las figuras de los Mártires y ponerlo en la cancela de la capilla. Después de bastantes días (robando mi tiempo libre) que me llevó dibujar con plumilla los rostros de los 9 futuros beatos, me dice que así no lo quiere (lo había hecho de forma horizontal y ella lo quería en vertical). No quise hacerlo por el trabajo tan minucioso y los días que me llevó dibujar los rostros, pero me obligó a repetirlo. Al final lo hice contrariada y entre lágrimas. Ya no salió igual, pero ella, quizás por cabezonería, lo prefirió al anterior.

 

Ante mi situación de crisis interior, en una ocasión pedí a la madre priora un determinado sacerdote de la Orden para poder hablar con él. Nunca me permitía elegir al confesor o sacerdote que yo en ese momento necesitaba, sino que ella misma llamaba al que quería y era de su misma cuerda. En esta ocasión llamó a un padre muy viejito. Cuando me acerqué para hablar con él, ya sabía todo porque la priora le había hablado previamente de mí, estando a favor de los argumentos de la priora y sin escuchar mis problemas. Por supuesto no obtuve ninguna solución, y continué con mi crisis interior sin poder recibir ningún tipo de ayuda.

 

Estaba padeciendo una fuerte gripe, que por no curarse bien, desencadenó en una bronquitis. La regla mandaba ir descalzas (con sandalias y sin medias) también en invierno. Acudí al despacho de la priora para pedirle que me permitiera ponerme medias mientras me durase la bronquitis, pues era tal el frío en los pies, que no entraba nunca en calor y las toses eran continuas. Me negó la petición alegando al cumplimiento de la regla, anteponiendo el cumplimiento de la misma ante la salud de una chica joven, que además no era obligatorio por estar en periodo de noviciado. La única solución que me dio fue la de taparme los pies con una manta en los momentos que estuviese sentada. Debo decir que la maestra no hacía nada sin la supervisión de la priora. Estaba totalmente subordinada a ella, de modo que las postulantes y novicias siempre acudíamos a la priora para ciertos permisos.

Esa comunidad  tenía además de la Seguridad Social un seguro privado. Lo discutí con la priora pues me parecía que no era vivir como los pobres y que era contrario al voto de pobreza. Me mandó callar. “¿Quién era yo, simple novicia, para increparla?” No la increpaba, exponía mi punto de vista, pero aquella priora no admitía que se le dijera nada. Había cosas con las que estaba en desacuerdo y no tenías libertad para manifestarlo. Por ejemplo, en una ocasión los de la Cruz Roja pidieron a la priora que consignase en un escrito el número de monjas que componía la comunidad para la distribución de alimentos. Éramos 18 monjas, pero ella anotó 25 para que la distribución fuera mayor. Cierto día tuve que entrar en la despensa del convento para un mandado de la ecónoma. Y mi sorpresa fue mayúscula cuando mis ojos vieron en el interior de un gran armario alacena una cantidad desmedida de jamones, chorizos, salchichones, lomos… provenientes del banco de alimentos, de regalos de bienhechores, etc. No se daba abasto a consumir tanta cantidad, y el almacén iba aumentando llegándose a perder muchos alimentos. Todo lo cogían: banco de alimentos, comida de un colegio cercano, Cruz Roja. Pero no había diálogo, no podías manifestar dudas, desacuerdos, aclaraciones. 

 

La formación que recibí fue nula. Nunca tuve durante mi postulantado y noviciado conocimiento de las Reglas y Constituciones, y a las novicias no se nos permitía leerlas y estudiarlas. Tampoco recibíamos formación bíblica, litúrgica y teológica. Ni siquiera poseíamos una Biblia. Recuerdo que pedí una y nunca me la proporcionaron. No podíamos hacer uso de la biblioteca, y sólo la maestra era la que nos consignaba qué libros leer. La falta de formación fue una carencia muy importante durante todo el tiempo que estuve en el convento. De ahí vienen muchos conflictos entre las religiosas porque hace de ellas niñas y no personas maduras, confundiendo los términos, lo esencial de lo accidental, el apego a las tradiciones (“porque siempre lo hemos hecho así”), y el cerrarse a la posibilidad de la vuelta a una auténtica renovación del carisma de la Orden. 

 

De la vida consagrada, lo que más destaco como problema no resuelto, es esa obediencia mal gestionada, la falsa obediencia a la priora. Todo deseo de la priora se debe obedecer. Cualquier nimiedad, hasta sus propios gustos. Esa obediencia no es una obediencia ciega, sino idiota. Existe un infantilismo general en la vida religiosa en lo que a obediencia se refiere. A la priora se la coloca en un pedestal, y no se cuestiona nada acerca de su comportamiento o de posibles abusos de poder por parte de la misma. Por parte de la religiosa que obedece mal, cualquier deseo de su mala priora, denota la pereza de pensar y la cobardía de ser persona. Yo he visto religiosas infantiles incapaces de contradecir mandatos ridículos o abusivos. La obediencia es una inmensísima virtud de humildad, sí, pero exige una recta sabiduría en el que manda y en el que obedece. Un exceso en el que manda es soberbia, un exceso en el que obedece es idolatría. Como bien dice Leonardo Castellani: “La obediencia religiosa está enderezada a la perfección evangélica; sólo puede producirse en el clima de la caridad, y el abuso de la autoridad no solamente la hace imposible sino que constituye una especie de profanación o sacrilegio. La obediencia no se inventó para que en la vida religiosa se hagan cosas raras, feas o disparatadas; para que el orden natural se vuelva del revés y los necios presuman guiar a los entendidos y “llevarlos al hoyo», como previno Nuestro Señor en la parábola de los ciegos. Usar del mandato bajo santa obediencia de cualquier manera, para cosas absurdas, irrazonables, fútiles, inútiles, inconsideradas o simplemente menores en volumen o ridículas en importancia, es pecado grave según todos los teólogos”. 

 

Se me diagnosticó un hipertiroidismo con bocio difuso. El médico me prescribió además de la medicación, comer bien y varias veces al día, no madrugar, ni mucho menos trabajar, es decir, reposo casi absoluto. La priora y la maestra acordaron que hiciese una vida normal de cara a las monjas, para que estas no supieran que yo estaba enferma y así no tener problemas a la hora de profesar, es decir, para que ninguna me negara el voto de hacer la profesión. De modo que iba al lavadero cuando me tocaba; a la cocina cuando me tocaba, etc. Mi oficio era el de refectolera que hacía diariamente, incluyendo los sábados con limpieza profunda. Y madrugaba como todas. Sólo se me dispensó de levantarme a maitines que se rezaban a las 3:15 de la madrugada. No es necesario decir que no mejoraba, sino que mi situación de enferma empeoraba cada día más. En esa situación es cuando decidí dejar el convento.

 

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